Históricamente la cultura para una sociedad siempre fue el proceso de sustentación de una identidad. Esta, lograda por un consistente punto de vista estético.
Si bien la cultura urbana emana sus propias expresiones, Max Weber afirmaba que el pensamiento, la conducta y la estructura social están integradas, ya que sus ramas —la ciencia, la economía y la cultura— son predominantemente racionalistas.
Sin embargo, no faltaron los estudiosos que señalaban que la conducta tiene un doble sentido: los aspectos cosmológicos del pensamiento y la cultura propia de las sociedades, las cuales hoy parecieran caracterizarse por la eliminación de su magia. Asimismo, hubo apreciaciones de que la cultura está unida entre el pensamiento y el sentido de la sociedad.
Es evidente que existen sociólogos que estudiaron las expresiones y la vida urbana buscando el significado de éstas, hasta el punto en que detectaron grandes valores, pero también una diversidad de problemas, como aquel sociólogo urbano que denominó “Crisol Cultural” a las ciudades por el gran cosmopolitismo que allí reside.
Lo singular es que ese estudioso urbano no consideró que hoy las metrópolis se transformaron y convirtieron en una especie de maraña de estilos de vida, de costumbres y hasta idiomas. Bellas ciudades del futuro que ya existen en el planeta, las cuales conllevan un sentido cultural experimental metamorfoseado, apoyado por hibridaciones en la mayoría de los casos. Auténticas mutaciones gracias al encuentro o la vida entre distintas culturas que allí radican.
Pero no falta aquel contraste en el que el crecimiento humano también pareciera sacar a relucir una especie de urdimbre de una población de bajos recursos, que no solo exige una infraestructura renovada, sino que necesita la dotación de lugares libres a partir de la ampliación espacial para esos sectores poblacionales. Una transformación que, empero, no elimine el sentido cultural singular de esos lugares.
Eso significa que cuanto más se estudia, se vive o se visita esas grandes metrópolis, se descubre que cada cultura entendió de manera particular la modernidad en su vivir. Mucho más si se trata de comprender la sobremodernidad de otros sectores. Una forma de vida que exige un nuevo habitar en esas grandes naciones conformadas por millones de habitantes.
Esa realidad debiera llevar a los estudiosos y urbanistas a buscar armonía en ese ensamble de culturas. Pero esto no es nada fácil porque en el fondo existe un radical y diferente sentido cultural, aunque también vivencial, que pareciera requerir una mayor visibilización de la realidad de la población numerosa que allí reside.
Algo inobjetable porque el mundo de hoy no solo debe transformarse y posiblemente hasta evolucionar su sentido, especialmente desde la llegada de la pandemia al planeta.
Eso significa un gran reto para los planificadores y arquitectos porque se tendrá que pensar en reestructurar no solo las urbes, sino crear escenarios de libertad vivencial que demanda el nuevo existir ciudadano. Esto debido a que aún no llegó el tiempo en que el planeta deje de estar amenazado por diferentes males, por lo que su sociedad, al ser sensorial, requiere transformaciones.
Indudablemente, es un gran desafío pensar en la importancia del sentido que conlleva la nueva vida del ciudadano.
Por todo ello, el impacto urbano denota otra dimensión de realidades, la cual parece confirmar que “desde la arquitectura se puede intervenir, pero desde el urbanismo se puede cambiar una ciudad”.
FUENTE: La Razón
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