A los 68 años, Moisés Rivera está viviendo su segunda juventud
roquera. Su pelo cenizo es el único indicador de una edad que, por lo
demás, está bien guardada debajo de su indumentaria oscura: jean, polera
estampada, chamarra tejida y botines de punta. Forrado de negro, como
metalero. Parece algo encorvado, pero sigue siendo un hombre alto y
flaco, que camina a su ritmo, ni lento ni apurado. Más andantino que
andante. A cualquiera que lo haya visto y escuchado solo unas horas
antes, aporreando su batería y cantando “Minero eres tú…” al menos tres
veces para un enfebrecido auditorio al noreste de Cochabamba, le
costaría creer que sea la misma persona que acaba de llegar manejando
hasta el centro de la ciudad. El secreto de su vitalidad ya estaba
escrito en el himno de 1974: es un hombre con “pulmón de metal”.
Don Moisés, como lo llaman más por su condición de caballero del rock
que por su bien disimulada edad, es una leyenda viva de la música
boliviana. O mejor: una leyenda resucitada de la música boliviana. A
principios de los años 70 del pasado siglo, fundó, junto con Absalón
Zabala, Los Ovnis de Huanuni, una banda de rock psicodélico que, pese a
una bien ganada popularidad a mediados de aquella década, hasta hace
poco era olímpicamente “ignorada por la narrativa oficial del rock
boliviano”. Así lo escribió el crítico musical Javier Rodríguez-Camacho,
en un artículo de 2013 que pasa revista a las grabaciones del grupo que
fueron “redescubiertas” gracias a su publicación en plataformas
digitales.
Su “desaparición” de la historia del rock nacional se debió,
justamente, a la dificultad para acceder a los cuatro discos (todos EP)
que grabaron a partir de 1974, pero algo, o mucho, también tuvo que ver
su origen “pueblerino”, huanuneño, para ser más exactos. No eran ni son
unos ovnis más: eran y son Los Ovnis de Huanuni, uno de los principales
centros mineros de Bolivia, un “pueblo” del este orureño que, en los
años del auge del estaño, podía mover más gente y dinero que la ciudad
capital de su departamento. Huanuneños eran Moisés y Absalón, pero
también Roberto Montero (su primer cantante), así como Noemí y Sara
Zabala, bajista y teclista de la formación histórica del grupo (y, a la
sazón, hermanas menores de Absalón).
La vida artística de Los Ovnis de Huanuni transcurrió a la sombra de
la escena musical de La Paz, Cochabamba u Oruro. Y no es que les
faltaran oportunidades para tocar fuera de su tierra natal. De hecho, lo
hicieron en las principales ciudades de Bolivia y en otros países, como
Argentina, Chile, Colombia y Perú. Sin embargo, su área de influencia
inmediata eran Huanuni y los centros mineros aledaños, los cuales
recorrían en exitosas presentaciones. Sus composiciones llegaron a
públicos masivos gracias a la red de radios mineras de la época, acaso
el sistema comunicacional más potente de esos años. Sus discos los
grabaron en Cochabamba (Lauro) y La Paz (Heriba), sus canciones se
escuchaban en gran parte del país, pero su público más fiel era el de
sus padres, hermanos y amigos, ese que trabajaba y vivía en las minas
altiplánicas a las que dedicaron sus dos mayores himnos, “Minero” y
“Gente pobre”.
Esas y otras canciones, como “Mi canto triste”, “Silvia”, “Cosas
rústicas”, “Compréndeme” o la aún muy radial “Sé que no vendrás”, fueron
invadiendo YouTube a principios de la pasada década, cual genuinos
extraterrestres: objetos musicales no identificados salvados de una
galaxia sónica extraviada desde los 80, esos años en que sus voces, al
igual que los mineros, fueron expulsadas de golpe y porrazo de la
historia boliviana. Curiosamente, su recuperación digital coincidió con
un nuevo periodo de prosperidad minera, derivado de los altos precios
internacionales. Como el estaño, las canciones de Los Ovnis de Huanuni
volvieron a cotizar alto en compilados dispersos, salidos de viejos
vinilos aguijoneados por la acumulación de años y polvo, que desprendían
sonidos próximos al Santana de “Samba pa ti”, al Deep Purple de “Child
in time” o, sin ir más lejos, a Los Jaivas de “Todos juntos” y los Wara
de “Realidad”.
Fue en esos mismos años que don Moisés comenzó a maquinar seriamente
la resurrección definitiva de la banda, que se había disuelto a
principios de la década perdida. Absalón había muerto unos años antes,
Noemí se había ido a vivir a Cochabamba y Sara a Argentina, así que la
tarea no iba a ser sencilla. Sin soltar las baquetas se afirmó también
como cantante, un rol que no le era ajeno, pues, tras la partida de
Montero, eran él y Absalón los que se intercalaban en la primera voz de
Los Ovnis de Huanuni. Con la paciencia del minero que explora una veta
hasta dar con la ambicionada materia, comenzó a buscar nuevos músicos y a
imaginarse una jubilación menos monacal que la del sesentón promedio.
Quería completar la aventura musical que habían interrumpido los años 80
y que lo habían convertido en un minero a tiempo completo. Jubilado de
la minería, podía volver a la música.
El proyecto finalmente cuajó a finales de 2022. Más allá de
esporádicas “tocadas” durante los años previos en Oruro, donde Moisés
vive, el anuncio de conciertos en otras ciudades para los últimos meses
del año pasado fue la señal definitiva de que Los Ovnis de Huanuni
habían resucitado. Tocaron en El Alto, Sucre y La Paz. Y a principios de
2023 comunicaron que llegarían a Cochabamba el 5 de febrero. Y así lo
hicieron, volvieron. Porque Cochabamba no es una ciudad más de las que
Los Ovnis visitaron en sus años de esplendor: es la primera ciudad fuera
de Huanuni en la que tocaron. La ciudad que sirvió de parteaguas en su
carrera.
De
esa su “primera vez” en suelo cochabambino quiere hablar don Moisés en
esta tarde de febrero. Ya habrá tiempo para comentar el concierto de
anoche en el local Valluna. Lo habrá también para rememorar los inicios
de la banda en Huanuni. Y también para recapitular sus grabaciones, el
dinero que les trajo, la popularidad que conocieron y las diferencias
que los separaron. Ahora mismo, la memoria se impone y lo lleva a 1971, a
los meses previos al golpe de Estado que llevaría a Banzer al poder.
Aún no habían cumplido la mayoría de edad, pero Moisés y Absalón ya
llevaban un tiempo juntos haciendo música. Su banda se llamaba por
entonces Red Socks, un nombre que, además de pertenecer al popular
equipo de beisbol bostoniano, lo había llevado un grupo “nuevaolero”
cochabambino algo más antiguo. (En su libro Rock Boliviano,
Marco Basualdo consigna que los Red Socks vallunos se formaron en los
primeros años de los 60 y grabaron dos EP, entre 1965 y 1967. A los que
no alude ese título es los otros Red Socks, los de Huanuni, como tampoco
se acuerda de Los Ovnis en que se convirtieron un tiempo después.)
Don Moisés recuerda la primera formación huanuneña como un cuarteto
en el que él era baterista, Montero cantaba, Absalón tocaba la guitarra y
Noemí se colgaba el bajo. Ya se los conocía en el centro minero, porque
se presentaban para animar fiestas locales. Un día en que no estaban
ensayando ni tocando, Moisés y Absalón se hallaban bebiendo en un bar
donde se toparon con un militar. “Teníamos problemas con los militares,
como habían venido a balear a mi pueblo”, cuenta bajando la voz, como si
de un secreto inconfesable se tratara, antes de reconocer que,
“mareaditos” como estaban por efecto del alcohol, se armaron de valor
para encarar al oficial. “Carajo, a este mierda le sacamos su puta
aquí”, recuerda que le dijo a Absalón. “No pueden venir los militares
donde estamos tomando. Son enemigos de clase”, le respondió su
compañero. Se acercaron al uniformado, lo insultaron y, al percibirlo
bravucón, le sacaron “su puta” y algunas cosas más: la escarapela de su
kepi y los grados de su uniforme.
La pelea llevó a que la Policía se movilizara para buscarlos.
Asustados porque ya los habían identificado, se escondieron y
resolvieron escapar. Pero no podían irse solo ellos dos. A los que
buscaban eran los cuatro Red Socks, no solo Absalón y Moisés. Una
madrugada fueron a recoger sus instrumentos y equipos de la casa de los
Zabala y se marcharon hacia Cochabamba. Los llevó en su auto el papá de
Montero, quien, tras una parada previa en Oruro, los dejó en una
plazuela cochabambina, en la zona de Mayorazgo. “Todo estaba lleno de
árboles, choclos, se sentía el olorcito de los eucaliptos: una belleza”,
recuerda don Moisés de su primer encuentro con el otrora valle de
Kanata. Extraños en el lugar y menores de edad, los chicos no sabían muy
bien cómo arreglárselas mientras en Huanuni seguía el revuelo por sus
“exabruptos anticastrenses”. Para su suerte, una “típica qhochala”, de
pollera y sombrero de copa alta, se acercó curiosa y, en quechua, les
preguntó de dónde eran. Como ellos también lo hablaban, no solo le
respondieron, sino que le narraron todo su calvario. La mujer se apiadó
de los revoltosos y se los llevó a su casa. Los alojó en una sala
grande, salvo a Noemí, a quien acomodó en la habitación de sus hijas.
Sin poder hacer mucho más, los cuatro se entregaron a los ensayos.
Sus instrumentos y amplificadores les permitían perfeccionar las
canciones de otros grupos que por entonces tocaban. Aunque su anfitriona
los alimentaba y cuidaba con la incondicionalidad de una madre, cayó en
cuenta de que no podían seguir encerrados. Los animó a salir para
buscar espacios donde presentarse en vivo. Ella misma les consiguió su
primer concierto fuera de Huanuni, en Cochabamba. Paradojas de la
historia (de Los Ovnis y de la Bolivia del siglo XX), fue nada menos que
en el Círculo Militar del Ejército, en el Prado. La trifulca con un
militar los hizo “exiliarse” de Huanuni para comenzar su carrera
nacional en un predio militar de Cochabamba. No fue un acontecimiento de
la institución armada, eso sí, sino un cumpleaños. “Esa actuación nos
abrió las puertas”, revela don Moisés.
A su solvencia para interpretar un repertorio que “hacía bailar a la
gente” se sumó la disponibilidad de equipos que los hicieran escuchar
como profesionales. El baterista se acuerda de sus amplificadores de
esos días con la misma precisión con que años más tarde se
familiarizaría con la maquinaria minera. Así como en los 70 cargaba
amplificadores Black Hawk y Guyatone, en los 80 aprendió a domesticar
perforadoras Atlas y soldadoras Denver. Las invitaciones para tocar se
multiplicaron, sobre todo en colegios. Si la memoria no le falla, cree
que tuvieron conciertos en los colegios Don Bosco y México de
Quillacollo. El grupo comenzaba a ganar popularidad, así que ya no podía
seguir siendo Red Socks, un nombre prácticamente maldito en su natal
Huanuni tras el incidente con el militar. Un día se consiguieron un
diccionario de inglés-español y, al llegar a la “U”, descubrieron una
palabra que los deslumbró de buenas a primeras: UFO. La abreviatura de
“unidentified flying object” se les hizo pegajosa y también su
traducción: OVNI. “Pero no nos podíamos llamar solo Ovni, porque éramos
cuatro, teníamos que ser Los Ovnis. Íbamos a ser Los Ovnis de Huanuni”,
sentencia don Moisés.
(Fin de la primera parte de este artículo, que continuará la siguiente semana.)
Foto principal: Nycolle Zurita
FUENTE: Santiago Espinoza, La Ramona, Opinión