Se fue de la tierra un grande de la música universal. Hoy programaremos su música como señal de su indiscutible inmortalidad.
EL PAÍS.- Nacido en el seno de una familia pobre, en una diminuta cabaña de un
pueblo de Misisipí, su primera experiencia musical llegó a los 12 años
cuando formó parte de un grupo vocal de gospel y el predicador le enseñó
sus primeros acordes con una guitarra. Entonces, recogía algodón en una
granja de la ciudad de Lexington. Luego, lo hizo en Indianola durante
los primeros años cuarenta.
Con su famosa Lucille
—nombre que dio a su inseperable guitarra Gibson— y un puñado de
dólares en el bolsillo, se mudó en 1946 a Memphis, la ciudad que poco
después alumbraría a Elvis Presley, donde a finales de los cuarenta y
principios de los cincuenta desarrolló un estilo único: mezclaba el
sonido rural del campo con la vitalidad eléctrica de la ciudad. Allí se
convirtió en el rey de la calle Beale e hizo avanzar el blues. Le otorgó
en esos primeros años un carácter particular y asombroso. Canciones
como I’ve Got a Right To Love My Baby, Please Love Me, Three O’Clock Blues, Sugar Mama o Gotta Find My Baby, eran composiciones que muestran un blues
nada convencional, donde había orquesta de metales que le alejaban del
prototipo del músico primitivo del Mississippi pero sin perder las
raíces de su tierra. Con su voz aguda y el poder de su guitarra, era el
medio camino perfecto entre Mississippi y Chicago, entre lo rural y lo
urbano, entre el Génesis y el Nuevo Testamento del blues.
Fue el sonido del blues moderno, que más tarde explotó en
Chicago y marcó a toda la generación el rock'n'roll de los sesenta. Tuvo
grandes discípulos blancos como Eric Clapton o Mike Bloomfield. Los
Rolling Stones, fascinandos por el cancionero de los primeros bluesmen
originales, se lo llevaron de gira. De telonero, con ellos dio alguno
de los miles de conciertos que tenía en su hoja de ruta. Porque B. B.
King, que ansiaba sacarse el mayor dinero posible a través del blues
locuaz y contagioso de su guitarra, se tomó por costumbre hacer más de
250 actuaciones al año. En España, se le pudo ver en varias ocasiones, entre ellas con Raimundo Amador.
De alguna forma, en las últimas dos décadas quedó etiquetado como el gran embajador del blues clásico,
de ese sonido primigenio que sonaba más real y absorbente que en ningún
otro lado en aquellos hombres y mujeres que vivieron una época
determinada. Muchos fueron cayendo mientras él seguía tan incombustible
como en sus años más jóvenes, aunque con los achaques de la edad: tenía
problemas de vista y tenía que tocar sentado durante toda la actuación.
Pero ahí estaba B. B. King, llamado por muchos Rey del blues y
con el que todas las figuras musicales querían compartir escenario, bien
fuera sus discípulos hasta Luciano Pavarotti. Ahí estaba un artista
esencial para comprender el desarrollo de la música popular del siglo
XX, el fascinante universo del blues original, nacido del mundo rural y
electrificado a través de su Gibson hasta moldear un lenguaje
impactante. Ahí estaba, en definitiva, B. B. King, memoria de un tiempo
irrepetible, tal vez el último guitarrista que nos recordaba cómo empezó
todo cuando queríamos hablar de blues.
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